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Mónica Maud

Lo incierto

 

Y aquel recuerdo,

esta angustia,

ese dolor

que no pasa.

Ni sucede

ni se aquieta

no florece

ni se oculta.

Una espina

que se clava

en la sombra

de una vida.

Sin marcas

y sin fallas

con huellas

atravesadas

y fortalecidas.

Y el estómago

que chilla

y la noche

no descansa

y el día

no aparece

y el sol

que se niega

sobre las calles

de mi ciudad,

sobre las retinas

de estos avejentados

ojos de la luna.

Apariciones

 

Tengo el corazón caliente

y el silencio tibio.

Habitan en mí

los demonios de los que se han ido.

Me place el acecho del lobo,

cuyos luceros vienen conmigo.

Puedo apagar esa ira,

puedo limpiar estas manos,

puedo ser firme y gritar.

Pero, ¡no!

ni siquiera,

tiene sentido.

Y mis alucinaciones pueblan

los días rasgados en olvidos.

Dime, diablo,

¿adónde has ido,

montando en las imágenes

de seres desprevenidos?

Y te vuelves y revuelves

creyendo que te miro,

y que estos ojos vacíos

han de estar despavoridos.

Mientras tanto, río

y dibujo el contorno

de tus últimos suspiros.

Padre

 

Cuánto duele el tiempo

que agrieta tu piel

y la pone más suave.

 

Cuánto duelen aquellas palabras

que se van apagando

lentamente

en un solo sonido,

y lastiman mis oídos;

torpes de pura fantasía. 

 

Te veo,

me abrazas, anciano...

cuánto duele el tiempo.

 

Descansa.

 

Yo… tu voz,

en mis entrañas,

aquellas lágrimas

bajan del cielo

como espirales

y se ensanchan.

 

Tus manos grávidas,

esponjan

los besos perdidos

en tus horizontes

y las miradas llanas.

 

Tu voz

mi nombre,

acallándome;

calma,

en armonía.

 

Descansa.

 

Cuánto suele el tiempo,

padre,

amada paz.

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