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Guillermo Zimmermann

Al OTRO LADO

 

           

            La tarde merodea silenciosa, aplacando lentamente el ímpetu de los colores. Largas y unívocas sombras, tan seguras durante el día del día, se desgajan ahora en el paulatino despertar de los faroles. Debería observárselos con atención para advertirlos ya encendidos y nadie lo hace. Todas las miradas apuntan al mimo. En el centro de la plaza, una apreciable cantidad de personas lo rodea y observa. Lo que resulta muy notable porque está inmóvil, aún no ha comenzado su número; su presencia resulta tan magnética que la gente admira y comenta su sola quietud. También su clásico uniforme de zapatones y pantalón negro con tiradores, de estrecha camiseta a rayas horizontales. No le faltan los guantes blancos, típicos; pero sorprende en cambio una boina calada, también blanca, que le confiere cierta particularidad a su aspecto. Su maquillaje tampoco difiere de lo tradicional, pero no deja de ser interesante: blanco tiza para la piel, se ha dibujado una lágrima negra bajo el ojo izquierdo. Bajo el derecho no hay nada, pero su delineado se continúa hacia la oreja y forma un espiral que se enrosca sobre la sien. También las cejas están fuertemente remarcadas. Y remata el toque de rojo en su boca, el intenso escarlata femenino y vital.

           

            De súbito se pone en movimiento; la multitud expectante  se silencia con asombro, destacando algunos aplausos rezagados que todavía apresuran el inicio del acto. La caminata estacionaria: se levantan los talones y se arrastra la punta de los pies sin moverse del lugar, llegando a conseguirse un efecto tan convincente como en este caso. No pueden contenerse los murmullos, los aplausos, algún vitoreo incluso. Los más pequeños sólo atinan a abrir sus ojos lo más que pueden.

            Repentinamente el mimo se detiene: hay algo frente a él. El asombro que expresa con sus gestos no es menos manifiesto que el de los niños. Se reclina un poco  llevando su mano al mentón, considera con detenimiento lo que está delante y vuelve a erguirse para mirar dubitativo hacia el público, rascándose la barbilla. Parece interesado. Por fin se agacha, y acuclillándose hacia un costado pone una mano sobre la otra desde el suelo, proyectando en el aire una consistencia cilíndrica, tubular, que se prolonga hacia arriba con perfecta continuidad. La maestría de su técnica es indiscutible, sus muñecas se doblan con soltura pero sus manos se tensionan con firmeza; los espectadores casi pueden ver ese tubo que asciende y asciende y luego, muy por encima de la cabeza del mimo, dobla en preciso ángulo recto. Con agitadas muecas e ilusorio pataleo, convence a todos de su esfuerzo por permanecer colgado de lo que está agarrando. Se desplaza lateralmente poco más de un metro antes de descender, y continúa la proyección poniendo una mano bajo la otra, hasta tocar nuevamente el piso. De modo que ha figurado en el aire algo como un marco del tamaño de una puerta o mejor, de un espejo de pared. Esto último concluyen los espectadores guiándose por los propios actos del mimo; que ahora parece estar observándose el rostro, inclinado hacia adelante y sonriendo,  arqueándose una pestaña, y ahora ciñéndose el nudo de una imaginaria corbata. Confirman su interpretación cuando se ubica al otro lado, saltando estrictamente por afuera del marco, y mirando hacia donde estaba enseña cómo se mueve su imagen: primero observándose el rostro, inclinado hacia adelante y arqueando la correspondiente ceja; luego ciñéndose el nudo de la imaginaria corbata.

           

            Durante unos minutos, el mimo prosigue su número enfrentando movimientos repetidos de un lado y del otro; brincando siempre por fuera del marco que la mayoría de la gente, con razón o sin ella, ya no visualiza como una estructura sólida sino como una línea estrictamente punteada.

           

            La respuesta del público es notable: los adultos aplauden y los niños se destartalan de la risa cuando reflejo y reflejado se lustran los dientes, o controlan el exagerado largo de los pelos de su nariz. Todavía sobre este fondo de risotadas, el mimo se detiene y parece observar un invisible objeto a media altura en el espejo. Con sostenido arqueo de una ceja indica cuanto lo intriga, intriga que rápidamente contagia a los espectadores. En verdad no se entiende que podría haber allí. Lo aferra de un manotazo. Un picaporte, sin duda. Figuración inesperada que obliga al público a callarse y atender, a abandonar la cómoda suposición de que el rectángulo demarca solamente un espejo. Ahora parece abrirlo con cautela, bajando el pomo, y luego empuja con gran esfuerzo, como si fuera una puerta antigua y pesada que atraviesa  muy cuidadosamente, con un larguísimo paso que le obliga primero a estirar toda la pierna y tantear con la punta del pie, como cuando se entra en un terreno oscuro. Pero ya del otro lado en cambio, parece más bien encandilado. Frota sus ojos, sonriente apoya sus palmas en sus mejillas,  pareciera estar viendo cosas que flotan por el aire. Mirando en lontananza gira lentamente hasta volver a  enfrentar el plano recientemente atravesado como puerta. Asoma su fascinada cabeza y mira directamente al público, llamando con claros ademanes. A veces señala a uno y a otro, intentando incitarlos; no por insistente su rostro pierde la alegría.

 

            Los adultos refunfuñan, en verdad no esperaban esta nueva incomodidad. Al parecer se pretende implicarlos en el espectáculo. Apenas resisten el impulso de marcharse, pero el ver a sus niños tan sonrientes los relaja un poco. Éstos sí lo adivinaron de inmediato: están siendo invitados a atravesar el rectángulo punteado. Dudan, se miran entre ellos, también miran a sus padres a la espera de alguna indicación. Algo parece demorar los permisos y las aprobaciones, pero el mimo redobla sus esfuerzos: con las piernas arqueadas simula un caminar baqueano. Engancha en inexistentes bolsillos sus pulgares y mastica una inexistente ramita con su boca. Durante unos instantes finge revolear con maestría un lazo por el aire, permitiéndose incluso unas rápidas y fantasiosas acrobacias, para después arrojarlo a la multitud: entonces comienza la pantomima de la soga. Las risas conviven con el asombro, nadie había visto nunca una actuación tan convincente. La manera en que parece tironear: Temblando por el esfuerzo, arqueando su cuerpo hasta posicionarlo casi en  paralelo con el suelo. Cada tanto libera una mano con la que llama apresuradamente al público, zapatea fingiendo hacer más palanca y a veces resbala, los pies patinan un instante hasta volver a fijarse sin que su cuerpo se desplace un centímetro. La ilusión está tan bien lograda, su esfuerzo es tan conmovedor que al fin una señora, arreando dos niñitas una de cada mano, abandona el círculo de espectadores y atraviesa entre risas la puerta. Se escuchan algunos aplausos. El mimo se detiene en su esfuerzo y da unos brinquitos de alegría. Pero luego lo que hace es ofrecerles la soga imaginaria: evidentemente quiere que le ayuden a tirar. La señora, algo agitada aun, tarda un momento en comprender, lo que provoca la carcajada general. Pero cuando al fin, atendiendo a las indicaciones del público, comprende lo que se le pide y acepta colaborar, lo hace de un modo inesperadamente adecuado. Casi soberbio. La soga mantiene consistencia y volumen entre sus manos, y sus tironeos se integran perfectamente con los del mimo. Este detalle hace sonreír a un espectador solitario, algo apartado del resto; un señor muy alto que fuma lentamente un cigarrillo. Sonríe como si hubiera descubierto un secreto.

           

            El flamante equipo, con impecable coordinación, jala de la soga invisible. Esta vez no debe insistirse tanto; en pocos instantes una alegre pareja de novios atraviesa la puerta y luego un joven muy serio de vestimenta punk y el cabello como electrizado; seguido por una mujer mayor, que tironea de un perrito peinado artísticamente y que casi atropella al joven de tanto entusiasmo, lo que provoca divertidas reacciones en el público pero no en el mismo joven, que solo atina a subir con fastidio las solapas de su campera.

           

            Sin dejar de señalar con una mano, el mimo imparte indicaciones con la otra para que los recién llegados tomen el sobrante de la soga, detrás de los que ya están tirando. El entusiasmo se propaga de un modo insospechado; ahora son todos los niños, las niñas, algún abuelo y hasta los adultos más serios y adustos los que atraviesan la puerta. No menos de cuarenta personas, que minutos antes observaban el acto a una prudente distancia, avanzan ahora en alegre y precipitada caravana mientras el mimo, fingiendo soplar un silbato, continúa incitando a los pocos rezagados. El señor muy alto cierra la fila, caminando tranquilo. El encender un nuevo cigarrillo le permite ocultar un rostro tal vez irónico o tal vez avergonzado pero sin duda sonriente. En poco tiempo han pasado todos, y se miran alegres y satisfechos, acaso ansiosos de nuevas indicaciones para continuar.

           

            Pero hay algo extraño: el mimo, que hace instantes convocaba a los demás; ha pasado, él solo, a este lado del rectángulo. Y con los magistrales movimientos de su técnica indica claramente que lo cierra, incluso simula girar una llave bajo el pomo. Luego, con ademanes que sin dejar de ser fascinantes ya no son en absoluto divertidos, introduce la imaginaria llave en su boca y la traga. Se refriega satisfecho el estómago. Y se toma un instante para acomodar su corbata frente al, diríase nuevamente entonces, espejo. Esta vez nadie ríe, sus movimientos resultan extraños y amenazadores. Acaso por lo inminente de la noche, por las luces quebradas ya de tanta sombra, pero su rostro asoma como desfigurado. Su maquillaje antes tan amistoso parece alargarse en muecas grotescas, la oscura lágrima recuerda más a un agujero sobre su piel.

            Súbitamente da media vuelta y se marcha. El público, confundido, aguarda un instante a ver si vuelve, o cualquier cosa que les indique la continuidad del número. Pero nada de esto ocurre. El mimo se aleja y parece que lo hiciera con prisa. Los niños quieren llamarlo. Los resignados adultos pretenden dedicarle el aplauso que, a pesar del incómodo final, sin duda merece. Abren sus bocas, baten sus palmas. Se desgargantan. En absoluto silencio.

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